sábado, 12 de marzo de 2011

Calipso no está sola (I)

Calipso y Diana no siempre fueron amigas. La una era aún más rara que la otra.

Calipso siempre estaba sola. Ni ella misma era capaz de imaginarse con otro "alguien". Podías verla sentada en las gradas de hormigón, con una taza de café con leche y chocolate blanco en las manos, rodeada de gente, pero sola. Solitaria por naturaleza, que no por elección. Siempre tenía una lágrima colgando de sus pestañas. Hasta las hojas caer se le antojaban trágicas. Por las noches abría la ventana y gritaba en silencio a la luna: ¡Maldito de Destino!
Diana también gritaba, pero a todas horas. Nunca decía maldito; las palabrotas se atropellaban en su boca. Ella bebía té sin leche ni azúcar.
Diana estaba loca. Reía por todo y no sonreía por nada. Diana amaba mucho y nada, daba en el día a día pero se perdía en el infinito. Se le quebraban los labios tanto en invierno como en verano y le encantaba sentir el sabor a hierro de la sangre.
Diana odiaba los conejos, y más si eran blancos.
A Calipso se le murió su pez de colores.

Eran diferentes, y no siempre fueron amigas.

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