sábado, 12 de marzo de 2011

Teatro

Los rayos de sol se colaban entre las cortinas y unas minúsculas motas de polvo dorado danzaban en el ambiente. La habitación era pequeña. Sobre la cama desecha, sentados con las piernas cruzadas, un adolescente que quería parecer hombre y una niña que quería parecer adolescente.

No te levantes. Ni se te ocurra levantarte –en la voz del chico se notaba la tensión y la rabia contenida. Recortaba las palabras, las separaba y las pronunciaba una a una, lentamente.

¿Quién coño te crees que eres?

¡Siéntate! – el chico alzó la voz al tiempo que gesticulaba de manera exagerada con los brazos.

Me das asco. –mientras hablaba, sentada en la cama frente a él, la chica lo miraba fijamente, con los ojos abiertos y limpios. Sin fruncir el ceño, sin crispar los dedos– Siempre pensado que puedes gobernar a tu antojo a los demás, ¡como si fueras el amo del mundo!

Él titubeó, apartando la vista. Carraspeó.

¡Es que lo soy! Y tú, y la gente como tú, deberíais volver al lugar de dónde venís, ¡la mierda!

¿La mierda? ¿La mierda? –ella seguía mirándolo. Su rostro, pálido y enmarcado de mechones pajizos, le recordaba al de una de esas vírgenes que se veían en los cuadros antiguos.

Sí, la mierda. Ese lugar… –se había perdido. Intentó retomar el hilo de lo que estaba diciendo, pero la directa mirada de ella le distraía. Respiró profundamente – Ese lugar del que venís tú y toda tu familia de inmigrantes.

¿Y por ser inmigrantes nos merecemos menos? Eres repugnante. Te odio. Y no sólo yo. Nadie podría soportar a una persona como tú –las palabras eran dagas, pero a ella se le escapaba una sonrisa.

Ana, ¡no puedo! –cerró los ojos, derrotado.

Ella se apartó un poco, con la vergüenza tiñendo sus mejillas. Parecía una niña pequeña que es consciente de que ha hecho algo malo pero no sabe muy bien qué es.

¡Pero si lo estabas haciendo genial! –bajó la vista hacia los papeles que tenía entre sus manos.

Él suspiró, aliviado de que ella apartara la mirada.

A ver Quique, ahora te toca decir: “No necesito aguantar a la gente como tú”. En serio, lo estabas haciendo genial.

Genial. –masculló enfadado –¡Para un Oscar, está claro! –Enrique adoraba el sarcasmo.

Él lo intentó de nuevo. Se aclaró la garganta y se concentró en el personaje que tenía que interpretar. Sentía la mirada de Ana clavada en él, una mirada llena de algo que no sabía muy bien muy definir, pero que le ponía nervioso.

No necesito aguantar a la gente como tú. Sobráis, deberíais iros todos fuera de este país. Tú especialmente.
Al decir esto clavó sus ojos en la frente de ella (no se atrevía a mirarla directamente), intentando imprimir todo su odio en esa frase. Distinguió cada una las pequeñas pecas que moteaban su piel, la cicatriz de la vez que se cayó en el jardín, el borde de sus cejas… Volvió a olvidar lo que tenía que decir.

No puedo.

¿Se te olvida el guion? Podemos intentarlo de nuevo – apoyó la mano sobre su rodilla. A través de la tela del vaquero,  Enrique notaba la calidez de la mano de ella. O tal vez era el aire. Era verano.

No es cosa del guion, Ana –él la miraba de reojo, intentando no encontrarse con esos ojos azules –Te agradezco que me ayudes con la obra y todo eso, pero no puedo ensayar si me miras con esa cara.

¿Qué cara? –Ana parecía dolida. Enrique lamentó lo que acababa de decir. Lo último que quería era herirla. No a ella, que se aprendía todos los papeles en los que él participaba, no a ella, que le preparaba una tila con dos de azúcar justo antes de cada función, no a ella, que se reía de todas sus gracias, fueran divertidas o no.

¿Qué cara? –repitió Ana, acercándose a él.

Sus manos se apoyaban sobre los muslos de él y sus caras apenas se separaban cinco centímetros. Enrique dudó. No podía apartar la mirada de ella. El aire era caliente. Los rayos de sol se colaban entre las cortinas y las motas de polvo dorado danzaban sobre sus cabellos. Con la boca seca, Enrique habló.
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–¿Qué cara? Esa cara. Como si yo fuera lo más importante para ti, como si te diera igual que el resto del mundo desapareciera mientras nosotros dos siguiéramos aquí.

Ella enrojeció y por primera vez desvió la mirada.

Es lo que siento, Quique. A mí no se me da bien el teatro.


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