miércoles, 16 de marzo de 2011

Ella


–¡Bájate de ahí ahora mismo!

Ella sólo sonrió, divertida, enseñando los dientes.

–En serio, baja de ahí.

Como un león inquieto, Enrique daba vueltas alrededor del árbol, con los ojos clavados en la chica que trepaba entre las ramas.

Ella bajó la mirada hacia dónde él estaba.

–¡Pero tengo que cogerlo! –parecía compungida, mas sus ojos, azules, brillaban traviesos.

Una gota caliente resbaló por la nuca de Enrique. Comenzaba a llover. A esa primera gota pronto la siguieron muchas, bruscas e impacientes. Una tormenta de verano.

–Ana, está lloviendo. Entremos en casa, por favor. Tu padre me va a matar… ¡se supone que debo cuidarte, no permitir que te subas a los árboles!

La pequeña muchacha se sentó en una rama, agitando los pies descalzos en el aire.

–Estoy bien, Quique, ¡no me va a pasar nada! Cojo el balón y bajo.

El estómago de Enrique subía ya por su garganta y los nervios le quebraban la voz.

–¡Ana, por dios!

Ella sólo rió y siguió encaramándose al árbol, con la agilidad de un oso perezoso.

Enrique continuó su paseo en círculos, murmurando en voz alta. “Y ahora es el momento en el que te resbalas, y una rama se rompe bajo tu peso, y tú te caes, y yo no logro cogerte, y tú te abres la cabeza, ¡y toda esta trágica historia acaba en el hospital porque tuve la genial idea de lanzar el balón demasiado alto!”

Semioculta tras las hojas y la espesa cortina de lluvia, Ana rió. Enrique se clavaba las uñas en la palma de la mano para mantener el control y no caer en el pánico. ¿Cómo se le ocurría reírse? ¿Es que acaso no veía que estaba a más de tres metros del suelo? Como siempre que cuidaba de Ana, ésta parecía disfrutar haciéndole perder los nervios. Era una niñita malvada. Y lo peor era que él nunca se negaba a volver a verla.

–¡Quique, desde aquí se ve el jardín entero! Y casa, y la fuente… Bueno, se ve un poco mal, por la lluvia.

–Genial, ahora subo y lo miro contigo.

En momentos de tensión, Enrique adoraba el sarcasmo.

–Pues no estaría mal –comentó Ana, traviesa.

–Ana, baja –ella, como tenía por costumbre, hizo caso omiso.

–¿Por qué no hacemos una cabaña en el árbol? Así tendríamos nuestro escondite secreto.

–¿No crees que con trece años podrías interesarte más por el maquillaje y los chicos en lugar de encaramarte a los árboles? ¡Con razón me piden tus padres que te vigile!

–¿Acaso ibas a subir tú a por el balón, señor “tengo-quince-años-y-soy-todo-un-adulto”?

Ella reía. Sabía perfectamente que Quique tenía miedo (cuando no pánico) a las alturas. Y a los sitios cerrados, y a las multitudes, y a los aviones. A veces, Enrique se avergonzaba de sí mismo y sus miedos, por no considerarse un hombre.

–Eso es un golpe bajo, Ana. –Enrique detuvo su paseo para clavar su mirada en ella, que apartó una rama para poder mirarlo a los ojos.

–Pues sube.

Enrique tragó saliva. Dudó. Arriba, ella sonreía, como siempre. A lo lejos, bajo el sonido de las gruesas gotas de lluvia caer, oyó el ronroneo de un coche acercándose a la casa. Ahora sí que estaban perdidos.

–¡Ana, es tu padre, baja ya!

Sentada en la rama, Ana miró hacia la casa. Sin pensárselo, sin dudar, saltó al suelo.

Enrique lo vio como a cámara lenta. Más tarde, cuando se hubo cambiado y con una deliciosa taza de chocolate caliente en la mano, pensó en todas las veces que se había reído del supuesto “enlentecimiento” del tiempo cuando pasaba algo en las películas. Ahora se retractaba. Ana caía, su pelo mojado dejaba una estela de gotas de agua que se confundían con las que caían implacables del cielo. Tenía los brazos abiertos, imitando a un pájaro, supuso él. Una sonrisa comenzaba a formarse en sus labios… Entonces cayó al suelo, y el tiempo volvió a su velocidad normal. Ana rodó por la hierba. Las hojas se le pegaban a su vestido hasta entonces azul celeste.

–¡Ana!

Enrique corrió hacia ella, con mil y un reproches atascados en la garganta. Se agachó, deseando fervientemente que no le hubiera pasado nada. Tirada en el suelo, ella reía. El pelo abierto detrás de su cabeza como un abanico dorado oscuro y un rasguño en la frente.

–¡Se veía todo desde arriba! ¡Tienes que ayudarme a hacer una casa del árbol!

Ella le desarmaba, le derrotaba una y otra vez. No había forma de oponerse a esa pequeña chiquilla caprichosa. Enrique claudicó.

–Mientras no repitas lo de hoy…

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