sábado, 12 de marzo de 2011

Calipso no está sola (III)


Calipso había aceptado su destino. Durante sus largas tardes de lluvia (el insomnio era cosa de Diana, aunque en aquel momento no la conocía) había llegado a la conclusión de que Dios había sido cruel con ella. Dios había decidido que ella debía sufrir por algún pecado concreto y que debía permanecer abandonada en una isla (así lo veía ella, todo como metáforas). Una especie de barrera invisible separaba a Calipso del resto de las personas. Era una niña burbuja. Así era, y no había nada que se pudiese hacer.
Su mente no era capaz de explicarlo mejor, pero lo sentía, era intuitivo. Como cuando te despiertas en medio de la oscuridad y sabes que llegas demasiado tarde.
Sólo le quedaba un consuelo: Al menos podía ser un ángel. ¿O quizá sería mejor ser Ofelia? Eso era mucho más elegante y también mucho más sencillo que, por ejemplo, Cleopatra. Ésta estaba fuera de su alcance. Al pensar en Julieta le temblaban las manos. Odiaba la sangre. Mucho más apropiada era Elaine de Astolat.
Y así dibujaba su muerte, una y otra vez.


Según el espejo, Diana tenía un problema. El problema de Diana era que veía demasiado, sentía demasiado, respiraba demasiado. Absorbía con ansias la vida hasta ahogarse y vomitar. Quería vivir al límite y se enfadaba con el mundo cuando no podía. El espejo se lo avisaba, cada mañana, mostrándole esas profundas ojeras, la sangre en los labios y los moretones en las piernas. La música de su vida sonaba cada vez más rápida, más vertiginosa. “Helter Skelter”. Gritaba, gritaba, gritaba… Y nadie podía seguirla. Corría bajo la lluvia, bebía vodka con limón y absenta. Algo se iba a quebrar y ella lo sabía, y lo esperaba.

Se cruzaron en un puente.

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